miércoles, 18 de marzo de 2015

Transfiguración hebrea del monoteísmo pre-existente y deformación supremacista testamentaria




Impresionante trabajo que merece leer despacio
Por Tamer Sarkis.

El Yahvé de los hebreos, en tanto que “hemisferio” fértil de El, Il… (voz con que el campesino neolítico del Levante Mediterráneo designó “Aquello que posee Elevación”; aún hoy en el árabe moderno “aali” se refiere a “alto, elevado”), equivale por ejemplo al (muy anterior) Enki sumerio y a su relación respecto de En o An (Dios). Enki era Dios en su lado generativo vital, siendo contracción fonética de, literalmente, “Maestro del Agua” en un sentido sintético dual de dueño y señor, dominador, del agua, tanto como de maestro en sabiduría y capacidad -que rige el agua, que la domina. Percátese uno aquí del solapamiento conceptual de “agua” y de “vida” en el mismo significante Ki.

Debo aclarar, respecto de la semántica de En, que la L levantina pasa a ser N en la fonología sumeria ya “semitizada” por la adopción del acadio como lengua “usual de expresión” entre gentes del pueblo, mientras el sumerio quedaba como lengua culta-escrita y empleada para la transmisión educativa, a la vez que...

como lengua burocrática, académica, escolar y para los volúmenes de las bibliotecas. De modo que “AN/ANU” sumerio y “EN” sumerio-acadio es “EL” amorrita-levantino. Volviendo a Enki, re-aparece luego en Egipto (Ankh, “vida”).

También re-aparece entre asirios (Shaamash, “sol”), correspondiéndose semánticamente a Hadad-Enki, y a partir de cierto momento designando una cualidad sobresaliente y esplendorosa del Hadad (Dios en su hemisferio de fertilidad y generatriz o productor). Así: el nombre de uno de los Emperadores asirios, el amorrita Shamsii Hadad (“Vida soleada” o “Vida resplandeciente, luminosa”).

Es probable que en relación a este devenir del término Hadad en sinonimia con el término asirio “propio” Shaamash, no sea razón ajena la “inyección” e irradiación paulatina entre los asirios de la variante lingüística caldea desprendida del arameo. Esta variante diatópica se había preservado en el antiguo reino arameo de Caldea y había “subsistido” al dominio imperial asirio, siendo así que, cuando la lengua aramea se vuelve hegemónica en buena parte del Creciente Fértil como reflejo de la preponderancia comercial de los arameos y de sus ciudades-Estado, llega un momento en que hasta el imperio asirio la hace su lengua (el caldeo en concreto) comercial, estatal, diplomática y teológica. Y de ahí la confusión que subyace a algunos arqueólogos e historiadores cuando atribuyen a los más trascendentes Emperadores asirios el erróneo epíteto de “caldeos” (como al decir con equivocación “el caldeo Ashurbanipal”).

“Paralelamente”, entre los amorritas establecedores de Babilonia (2300-2100 a.C.), “Shaamash” llegará a atesorar el sentido esencial de “La Justicia”. Hasta Shaamash alarga su mano el mismo Amurabi (el Amorrita) para recoger de su don las varas de medir, símbolos de Autoridad y de Justicia. El lector se preguntará sobre este doble salto geográfico y civilizatorio del término, pero recordemos al respecto que fueron los amorritas pobladores de las estepas norteñas de Mesopotamia quienes establecieron en Ashur a sus dinastías regentes -véase el temprano Shamshii Hadad, 1814 a.C.- , y de ahí la presencia de Shaamash tanto en Asiria como en Babel.

Adopción hebrea del monoteísmo cananeo y apropiación particularista
No es extraño que, por su parte, los hebreos “abrazaran” a El con bastante tardanza: pues concebir a El es el correlato de sedentarización y agricultura, y, con ellas, de la dependencia productiva y social-reproductiva respecto del cielo y sus fenómenos; y lo cierto es que los hebreos de linajes abrahámicos se sedentarizan “bastante tarde” (en torno a 1000 a.C., en Canaan).

A partir de cierto punto transitivo hacia el sedentarismo, hay constancia de que los hebreos, quienes llegaban cargados de politeísmo previo (tal y como suele corresponder a las comunidades cazadoras, recolectoras y pastoriles: la misma voz “eebri” alude a nomadismo), gustan empezar a auto-denominarse “israel”. Tal punto de inflexión ideológica fue mitificado en las tradiciones orales hebreas, y luego en la Torah, con el pasaje del re-nombramiento divino de Jacob (Israel).
La voz “Israel” albergará en ese punto una cuádruple connotación, estando, por lo demás, interconectado el sentido de cada elemento:

“Familia de Dios” (en un sentido parenteral amplio: Osra-El);
“El que ha combatido con Dios” (junto a Dios);
“El que ha combatido con Dios” (el que se ha enfrentado a él, el que le ha desobedecido, el que le ha desafiado);
“Guerrero de Dios” (esta acepción entronca estrechamente con la primera de “familia”, pues la función “militar” es dimensión inseparable del sistema de relaciones en que se vinculan los miembros de la comunidad gentilicia, así que ser “familiar” de alguien significa indiscerniblemente ser su “guerrero” y “protector”).

No faltan las interpretaciones que sitúan la interiorización teológica de El (Hadad-Mot) entre hebreos, en pleno periodo nómada pastoril caracterizado por los varios itinerarios de cruce entre extensiones peninsulares. Tampoco faltan -vistas las transformaciones escritas posteriores que forman parte del acervo judaico-, las imágenes, las metáforas, las expresiones…, que avalarían esta hipótesis (el cordero de Dios, la relación obviamente pastoril entre el Dios-Pastor y su pueblo-Rebaño, el “remanso de paz” buscado, los requerimientos sacrificiales de una cabeza de ganado transcritos ya en los primeros pasajes de la Torah, el ritual ancestral hebreo del holocausto, consistente en quemar rebaños enteros como acto sacro -sacrificio- conciliatorio, etc.).

Para dar todavía un giro de tuerca a la incógnita, no podemos dejar de recordar la inexistencia de consenso científico respecto del motivo material-subsistencial de la entrada hebrea en Canaan, afirmando, algunos investigadores, que los hebreos de “Abraham” habían llegado a recolectar, mientras otros los caracterizan, a su llegada al “Levante” mediterráneo, como bandas -y no tribus- de “puros” cazadores-recolectores ajenos a pastoreo por aquel entonces.

Hebreos: ¿un pueblo?
Recalco el epíteto de “abrahámicos”, o “de Abraham”, porque no son extraños los filólogos y los etimólogos postulantes de la siguiente tesis: “hebreo” designaba lingüísticamente, en principio, nada más que una condición social-gregaria y “de modo de vida”. Al decir de estos investigadores, se era “hebreo” -en un principio de significación- con arreglo a practicar colectivamente unas u otras artes de subsistencia (caza, recolección, domesticación y pastoreo…) ligadas al nomadismo y al despliegue ocasional o estacional de campamentos, en “contraposición” a un entorno marcado ya desde antiguo por el poblado y luego por la ciudad (Ugarit no es ya un mero poblado neolítico sobre el 8700 a.c., y por ahí andan Urshalem, Jericó y otras ciudades. Alepo -la Yamhad de los amorritas-, no tarda mucho en desarrollarse y complejizar su estructura…).

Por tanto -y siempre al hilo de estas tesis-, quienes fueron llamados en un principio “hebreos” no conformaban UN “pueblo” y ni mucho menos coincidían en UN conjunto de rasgos de idiosincrasia, ni idiomáticos tampoco. Habrían encarnado, por el contrario, un concepto “difuso” referido a tribus, agregaciones y bandas en muchos casos sin ninguna relación entre sí, ni objetiva ni inter-subjetiva (ni de origen, ni de distribución de producto, ni tampoco de paso por itinerarios comunes…). Era el ojo del “ciudadano”, del poblador o del aldeano sedentario aquello que los “unificaba” en el imaginario social, al contrastarlos con el “umran hadari” propio (Ibn Jaldun) y al no pocas veces ver en ellos y en sus rebaños “irrumpidores” una “distorsión” o una “ruptura” de apacibilidad y de orden.

Debido a todo esto, me gusta precisar adjetivizando con mención al mito “abrahámico”, cuando hablo de las comunidades hebreas que se instalaron en Canaan, pues la realidad “hebrea” fue más amplia y sobre todo fragmentaria.

Sea como fuere, la genealogía de noción de Dios Único, al que se alude evocando su “elevación”, está, entre los semitas primero levantinos y más tarde mesopotámicos, tanto como entre los sumerios no semitas hasta su auténtica fusión de descendencia con los acadios, eminentemente ligada a la aparición de la agricultura. Lo que no obsta en modo alguno para que los hebreos, quienes permanecerán pastores nómadas aún por milenios, pudieran haber adaptado esa Super-Estructura teológica a su cosmovisión referencial.

En cualquier caso, la etimología de “hebreo” reside en “los que cruzan; los que atraviesan”, pura alusión a nomadismo (obsérvese “cruzar, atravesar”: “aabara/iabiru” en árabe moderno, respectivamente pretérito y presente de la 3ª persona del singular, siendo aabri el participio activo).
Mientras “Abraham” a su vez, nombre mítico donde los halla, alude a “Quien los cruza; Quien los conduce a través de”, tradición recogida en la suposición torahica de viaje desde Ur (Sumeria) a Canaan -siglos XI o X a.C.-, tránsito en el que puede haberse desarrollado ya ideología de relación con El, transfigurada en esos manuscritos babilónicos como relación con Yahvé o Jehová (JHV en las estelas hebreas halladas en moabita, alfabeto que los hebreos aprendieron en Canaán). 

En este aspecto teológico hebreo de El o Il, toda la tradición, toda la “memoria” re-contada y toda la efusividad rabínica, no valen lo que vale el testimonio de una fría “huella” escrita o material-representativa, siendo lo cierto que no las hay relacionadas con aquel presumido “viaje desde Ur” (y ni tan siquiera las hay respecto del propio “viaje” bíblico desde Sumeria, y no digamos ya de la pre-existencia hebrea en Ur -inverosímil para pastores y recolectores-, por mucho que se detalle en la Biblia el paso de Abraham por Alepo).

Obsérvese, respecto de esa última derivación onomástica, que el participio activo (quien realiza la acción) es artificialmente “actualizado” como “aabri” en idioma árabe moderno según un patrón estándar (-aa-i) de aplicación al verbo. Pero en las sucesivas variantes levantinas (cananeo y sus dialectos fenicio, ugarítico, hebreo…) del tronco lingüístico semita, este sonido de “A larga” había sido realmente “Ee” para muchísimos vocablos. Y lo continuó siendo con la extensificación del árabe y su aprendizaje, preservándose esta pronunciación hasta hoy y siendo audible por ejemplo en el árabe de Líbano, palestino y sirio-litoral.

De todos modos, Abraham es “Ibrahim” en árabe, siendo aquí el lexema “Ibra” un participio activo, y, a su vez, siendo el sufijo de 3ª persona plural, “-him”, alusivo a “ellos” (quienes son cruzados, llevados), mientras que la palabra árabe “ibra” significa hoy “inyección” (que atraviesa la dermis). Por su parte el castellano, pleno de influencia léxica árabe, presenta la palabra “enhebrar”, referente a atravesar con el hilo el ojo de la aguja, así como la palabra “hebra” de hilo (para coser, en el tejido…).

El mencionado “encuentro” hebreo de El (aconteciera éste durante la sedentarización o bien desde antes) será condición permisiva para el posterior desdoblamiento de Dios en Yahvé (dios de la lluvia, de la bonanza estacional, del crecimiento de los cultivos…), paso ideológico que, como ya explico arriba, había sido dado antes por varios otros Grupos Humanos peninsulares, y que parte de recoger la dialéctica primigenia Hadad-Mot y re-formularla, re-nombrarla…

Quizás la diferencia/disrupción que los hebreos representaron en este aspecto, resida en haber conferido a El una identidad particularista, en “virtud” de la cual El pasaba a ser concebido como benefactor, interventor, censor, castigador, director, salvador, conductor, Pastor… de “su Pueblo” y para su Pueblo. Es decir: los hebreos llegan a renegar de la premisa de -por así llamarla- “Universalidad” de El, enunciando que éste es SU Dios porque a ellos ha elegido.

Llegados aquí hay que advertir: esta creencia particularista no debe ser confundida con la posterior tergiversación rabínica introducida desde Babilonia tras la migración de la élite israelita desde Palestina. Aquello que los rabinos introducen desde “su exilio” es la idea de “Pueblo Elegido” en un sentido Supremacista y de Destino dominador reservado por Dios a su Pueblo si este último sabe cumplir virtuosamente con su voluntad y plegarse a “lo que debe”.

Mientras que, en cambio, para los hebreos, la relación particular establecida -la Alianza- no había significado, en un principio, Supremacismo, sino la delimitación de una relación exclusiva con SU dios (sin entrar ni salir en la cuestión de deidades terceras y de la relación particular que ellas pudieran establecer con Grupos Humanos terceros). Se hubo tratado, pues, de un particularismo no monoteísta estricto sensu, sino “de monolatría”, pero que, en cualquier caso, irá cambiando en el intervalo histórico entre el “tiempo de los Profetas” y el “tiempo de los Jueces” (Rabinos), y culminando en la invención sacerdotal (rabínica) de una vengativa especie de “particularismo hegemonista”.


La noción de El colonizada por la noción de Jehová
Por otra parte, en medio de este tránsito entre periodos había tenido ya lugar en la conciencia colectiva de los hebreos, la identificación (con-sociación) entre Yahvé y El, siendo así que aquella deidad que había sido concebida como, por así definirla, “la mitad de El”, llega a tomar su lugar en la conciencia y a ser representada Dios (en tanto que tal).
De modo que el cambio teológico experimentado por los hebreos puede secuenciarse, a muy grandes rasgos, como sigue:

1) Nomadismo y correlativamente politeísmo, con toda probabilidad totémico.

2) Interiorización de El y auto-percepción gentilicia como “isra-El” (el parentesco, o la gens, de Dios) y en lo sucesivo como “benei israel” (hijos de “israel”): exlusivismo o particularismo NO hegemonista respecto de otros Grupos Humanos. Puesta de El (“el que posee elevación; el que está elevado”) en su duplicidad de Hadad (Yahvé) y Mot (probablemente Moloch en principio, y luego Shitán).

3) Identificación de Yahvé con Dios (equivalencia Yahvé-El). Yahvitismo pre-judaico (continuidad del paradigma de exclusivismo NO investido de “vocación” dominadora: Yahvé, o JHV, es el Dios “identitario” y diferencial de Israel).

4) Ruptura de la divinidad: divorcio del polo “entrópico-negativo” de Dios respecto de Dios mismo (en otras palabras, Yahvé, o JHV, deja de ser también Shitan en sí mismo). Así pues, el Principio de esterilidad (Mot) re-aparece en la Torah como anti-divinidad; ángel caído. Aun con ello, obsérvese la reminiscencia de la concepción dialéctica “unitaria” precedente: pues Shitan es presentado al fin y al cabo como antiguo “ser de Luz”, y además el más luminoso (en la Torah, Génesis: “el que porta luz”, “el envuelto de luz”, que la refleja, “el que brilla”) de entre todos los ángeles (“ángel”: “ankh-El”, o “vida de Dios”).

Pero lo más importante de este periodo de judeo-supremacismo incipiente es que: se opera un cambio diametral en la forma de concebir el particularismo de relación entre Dios y “el Pueblo de Dios”. Puesto que tal particularismo había aflorado y se había desarrollado como antítesis al “universalismo” inherente a El tal y como había sido concebido por los Pueblos que lo habían interiorizado antes. Tal particularismo, o exclusivismo, poseía unas repercusiones y unas vinculaciones puramente endógenas, es decir, para los mismos israelitas.

Por el contrario, el particularismo tal y como se expone en el judaísmo primitivo (Torah), es un particularismo de vínculos universales con la humanidad (particularismo jerarquizador): gentiles de un lado, y judíos de otro, quedan vinculados por la estructura política de subordinación que articula sus Destinos respectivos. Por eso los requerimientos y exigencias dispuestos por Yahvé son de orden muy distinto en función de ser judío o de ser gentil. Pues también difiere cualitativamente aquello que Yahvé dispone para a los unos y para los otros, y, aunque un gentil pueda hallar salvación, siempre y solamente la hallará: primero, de acuerdo a un Destino servil ante el judío en el orden terrenal futuro “paradisíaco” para los judíos, y, segundo, si ha servido en vida a la consumación de los propósitos judaicos (tanto profanos y nada “trascendentales” como post-Armaghedon) y ha obrado “para bien del judío”. Ateniéndonos a lo expuesto y expresando el proceso como secuencia dialéctica, la cosa queda así:

TESIS: Universalidad de El, Il, Elah, Aali, Il.lah, En, Anu… para los Grupos Humanos del Creciente Fértil.
ANTÍTESIS: Exclusivismo hebreo de tipo endógeno (El, Dios de su “osra”, o “israel”, y luego Yahvé o Jehová (JHV).
SÍNTESIS: exclusivismo judeo-testamentario (Torah) con proyección universalista, pues se trata de un particularismo que se pretende Principio ordenador de la estructura de relaciones en el seno la humanidad según el dualismo político judío/gentil.

Complejización de la totalidad dialéctica Hadad-Mot en el imaginario gentilicio de la región
Los sumerios desdoblarán aquella dimensión productiva/ germinadora/ afloradora/ exuberante/ arrolladora/ turbulenta (Hadad, o Enki para ellos), parte de lo divino, en dos sub-dimensiones consecutivas, respectivamente femenina y masculina: Inana-Damuzi.

Inana será evocada como Ishtar en Babilonia y por los cananeos como “Astarté”, al tiempo que Damuzi (contracción fonética de Damu-zi-Abzu, literalmente “el buen hijo del Agua”) es el Baal de los cananeos (fenicios) y fue quizás de los ugaríticos antes que de nadie. Baal: deidad de la lluvia, de los cauces torrenciales, del relámpago, de la tormenta… (“El Auriga de las nubes”, “Maestro de la tormenta, lluvia y tierra”), “aunque” es al mismo tiempo deidad solar (fuerza del sol, capacidad fecundadora, irradiación vital y “educación” sobre la vida en expansión, etc.). Todos ellos, atributos en coherencia con el papel que el imaginario contextual le reserva: subdimensión masculina del Hadad, mientras a Astarté se le atribuye el reverso “no tempestuoso” de florecimiento, templanza, equilibrio, calidez, fertilidad, etc.

Dicha subdimensión masculina del Hadad-Enki, subdimensión “encarnada” en Sumeria por Damuzi (“el buen hijo”), será llamada Tammuz por mera derivación fonética en Acadia. También, por extensión de influencia, en Babilonia, donde An sumerio (Dios) es Marduk. Varios siglos después, ciertas localidades costeras cananeas (caso de Gib’ el) desarrollan para esta misma noción el nombre “Adon”, de quien los griegos harán transfiguración mitológica (Adonis). Desconozco en qué medida las tribus hebreas acogieron a Adon en su propia cosmología, pero, presente ya en la Torah, sí pasará a formar parte del judaísmo (Adonai: Adon-ai, “Mi Señor” o “Señor Mío”).

Hay que señalar, sin embargo, que la concepción de Baal atraviesa unas modificaciones que culminan en su asimilación con El. Este proceso último ha dejado registro onomástico, siendo, por ejemplo, el mismo nombre, tanto el nombre arameo “Manuel” -Ma/nu/El: “Con nosotros sea Dios”-, como el nombre cananeo Manibaal -Ma/ni/Baal:
“Con nosotros sea Dios”. 

En un caso más del modelo de cambio del fonema “a” por “e” en extensiones enteras del arco mediterráneo levantino, Baal era pronunciado Bel por cananeos y otros pueblos litorales, siendo que hoy, sin ir más lejos, en las zonas costeras sirias y de la cordillera litoral, el citado “Manibaal” se pronuncia “Manibel”. 

Igualmente, los nombres cananeos luego hebraizados acabados en -bel como Isabel, Jezabel, Anabel, hacen por supuesto nombramiento a Baal.

Más adelante, “Baal” será incorporado en Asiria: así “Ashuurbanipal”, o Ashuur-bani-Baal (“Asirio, hijo de Baal”, donde Asirio = A-sirio = El sirio. Por tanto, “El sirio, hijo de Baal”). O también “Ashuurnasripal”, esto es, Ashuur-naaser-Baal (“Asirio Baal Salvador”, o tal vez “Asirio que da a Baal la victoria”). Más tarde aún, vemos preservarse en la colonia fenicia de Cartago la noción fenicia de Baal indistintamente asimilado a Dios. Así: “Anibal”, o “Hanni-Baal” (“Gracia, o Dicha, de Dios”).

La aludida “colonización” de la concepción de Dios por la concepción “holística” de Baal, portó en sí el reverso de que Baal “proliferara” en la conciencia colectiva mediterráneo-levantina como mil facetas divinas distintas (aunque esto no deba confundirse con politeísmo). Así, Baal Zebaab (Dios Señor de las moscas, el Demonio Belzebub o Belzebú en la inversión valorativa típicamente judeo-cristiana posterior). O Baal Bek (Dios Señor del valle de Beca).

Muy anteriormente, al Oriente septentrional de Mesopotamia El, An, En hubo sido nombrado Ashuur, que proviene del vocablo “shar” (señor), al que la aposición prefijada “a” o “al”, que queda fonéticamente adherida como “as”, determina a la vez que resalta y provee majestuosidad, quedando de ese modo Ashuur como “El Maestro”, “El Señor”. 

Los asirios llevarán el nombre que a Dios dan, hacia su propia auto-denominación (asirio, ashuur), así como a la tierra que pueblan y dominan (el país de Ashuur, de Assur o de Athur: el país de Dios, y, por extensión, de los asirios, ashuuri, señores).

Puede hoy desgranarse aquella raíz “shar” de entre significantes como: “shar” (poeta), “saaiyed” (señor), “saiid” (feliz), “asiira” (tribu, comunidad gentilicia), “ashiira” (“señora de”, compañera afectiva, quien se incorporaba en su presencia, y aún llega a incorporarse, a la familia o al parentesco del marido por la institución antropológica de patri-localidad), Ashuuria (Asiria, es decir, As-siria, La-Siria) o, sin ir más lejos, Suuria, Suriia (Siria).

Algunas especulaciones socio-lingüísticas

Cabe preguntarse si la raíz asiria no habrá llegado de algún modo hasta el castellano (señor) y el inglés (sir). También si acaso la raíz no mantendrá cierta relación con la raíz sánscrita primigenia (ar: “señor”) quizás de la mano de inter-conexión lingüística sumeria (la lengua sumeria parece ser indo-europea). No en vano, la voz “Ashuur” fue también la voz “Athur”, “At-hur”, mientras la raíz védica y ario-irania resuena directamente en las lenguas germánicas antiguas como el sajón, habiendo anclado por supuesto en la lengua alemana moderna (her: “señor”).

También se halla “ar” en la médula de designaciones alusivas a comunidad gentilicia territorial entre pueblos de lengua indo-europea (véase “ar-io”, véase el céltico “Eire” o véase Irán). Aunque es sobradamente conocida la historia del predicador Arrio y su tarea de cristianización primitiva, bien puede tratarse de un nombre mítico, y lo cierto es que los primeros germanos cristianizados se llamarán “arrianos” (creyentes del Señor), siendo posteriormente declarados herejes por la Iglesia en plena campaña sacerdotal de deificación de Cristo (aunque la misma oración católica del Credo había sido primero un rezo del arrianismo).

Por otro lado, quizás pueda establecerse “shar” en el núcleo etimológico de la voz indoeuropea-latina “Ser” en sus acepciones filosóficas de substancia o de coseidad, tanto como de esencia material objetiva de la existencia (ya he señalado que, a propósito de todo esto, quizás fuera el sumerio indo-europeo primitivo el elemento activo influyente en la fragua de la raíz “shar”).

Ritualidad, simbolismo y más derivaciones socio-lingüísticas
El rito babilonio de fertilidad consistente en celebrar el acogimiento-contención-comprensión-inseminación-fecundación de Ishtar (Inana) por Marduk (An) será figurado en forma de estrella (estrella de Ishtar), donde el triángulo con vértice único ascendente representa a Marduk y el triángulo con vértice único descendente representa a Ishtar. Este símbolo “viajará” a Canaan como estrella de Astarté, y los hebreos no la adoptarán hasta milenios después (cuando su sedentarización ya avanzada en Canaan), junto a muchos otros componentes culturales y religiosos cananeos (ya “fenicios” en la voz lingüística griega).

Así, por ironías de la historia (y sobre todo de la historia política e ideológica), la estrella de Ishtar-Astarté, “interiorizada” en tiempos del Rey israelita David (una prueba más del sincretismo imperante en el yahvitismo pre-judaico), ha pasado a verse como patrimonio judío por antonomasia.
Paralelamente, el sufijo “-Ki” sumerio añadido a En (El) y designador (Enki) del aspecto productivo, fértil, de riego, de lluvia, creativo, inseminador, fecundador-conceptivo…, dentro de la dialéctica interna de lo divino, es una partícula que pareciera haberse incorporado hasta al japonés (donde Ki es energía vital). Recordemos que el japonés es un idioma uralo-altaico, y que, en cualquier caso, los sumerios, llegados a la Mesopotamia meridional desde los valles caucásicos y la Persia Extremo-Septentrional, hablaban una lengua No semita.

Sin embargo, es obligado hacer notar aquí que podemos estar ante un caso de mera homofonía, pues la concepción en torno a la energía de la vida (Chi) perteneciente a la cosmovisión china tiene todos los números para ser el regazo del Ki japonés (probada es la honda influencia histórica de China sobre Japón en campos variopintos, entre ellos el filosófico, la comprensión del cuerpo y de su relación con las fuerzas rectoras de la vida, etc.).

Y, aun así, es lícito preguntarse si acaso el Chi no hubo bebido por su parte del planteamiento sumerio que identificaba como agua la Physis organizativa de lo real, habiendo sido China “mera” bisagra entre Mesopotamia y Japón. Al fin y al cabo, la Fuerza Productiva matricial común fue el agua y la necesidad de apurar su potencial de abastecimiento social-reproductivo. Fue éste el ariete material a partir del que va engarzándose la estructuración social de la producción (Modo de Producción llamado despotismo asiático o hidráulico). La representación mesopotámica centrada en un Principio vital fluido, auto-conformador y polifacético, que todo lo atraviesa y en todo queda (Ki), debió sin duda de entroncar con facilidad en ese otro contexto más oriental, donde también era el agua -su encauzamiento y gestión organizativa- la base de la continuidad social (y por extensión “de todo”, “del mundo”, en el imaginario de las comunidades cuyo ser social mismo dependía de la socialización del agua). Quizás esta idea deslizante de Ki se deslizara hacia China (el Chi del taoísmo), y fluyera luego con el curso de la historia imperial continental hasta empapar a Japón regando el afloramiento del concepto de Ki como la fuerza, el espíritu, el ánimo ínsito al movimiento de la materia, que se sucede como Karma, o auto-determinación de causas-consecuencias.

Hebreos abrahámicos: realidad y fabulación testamentaria
No se sabe a ciencia cierta si Abraham existió con tal nombre, o si el suyo es la denominación mítica cuyo sentido he diseccionado antes. Puede que no designe “más” que al típico mito de origen (épico o epónimo), al uso entre muchos Grupos Humanos nómadas tanto pastores como cazadores-recolectores, y que se centra en un héroe quien “contra viento y marea” vence una serie de obstáculos interpuestos, procurando la fundación de la comunidad y asegurando su pervivencia. Este tótem (constante antropológica para estos grupos en una u otra parte del mundo) encarna la totalidad de la comunidad y a sus relaciones (presentes o pasadas) de fraternidad genuina afirmadas sobre la base material de la no separación social de clase.

Sea como fuere, las tribus hebreas “abrahámicas” pisaron Canaan y se asentaron en esa tierra a caballo entre los siglos XI y X a.C., es decir, muy posteriormente a los indicativos cronológicos que se reflejan en la Torah (2000-2100 a.C según algunos interpretadores), y que tuvieron sin duda la intención falsificadora de presentar una “confluencia” entre la presencia hebrea y la civilización cananea anterior, haciendo parecer que los hebreos hubieran sido una de las “fuentes aportativas” a la maduración de esa civilización.

Por lo demás, los hebreos en sedentarización más o menos inicial no pudieron haber sumado más de unos cientos de personas, tal y como enseña la Constante antropológica relativa a las formas de agregación inter-tribal nómada (Constante determinada por factores materiales como ecología/demografía, movilidad, recursos, Fuerzas Productivas tales como el ganado, etc.).
En Canaan -y contra el mito de la “pureza de sangre”, de la endogamia y tal…, que el judaísmo testamentario ha cernido sobre los antiguos hebreos-, estos se mezclaron con moabitas, amonitas, amorritas, cananeos, arameos, edomitas…, validándose así la institución antropológica de “toma de mujeres” e incorporación de éstas a la gens como acto -de don, de ofrenda o de intercambio- que inaugura la relación humana de socialidad entre comunidades gentilicias distintas.

Contra la creencia común de “hebraicidad”, Raquel (Raq-El, “delicadez de Dios” o “claridad de Dios”, o “ternura de Dios”, o “simpatía de Dios”, o “compadecimiento -en sentido de solidaridad- de Dios”) , Sara, Rebeca, Ana (Hana, “Gracia”, “felicidad”), Elisabeth (“El salve a nuestra casa”)…, son nombres arameos, aunque incorporados al acervo hebreo dado la práctica de unión con mujeres arameas. La Torah misma habla del caso de Sara y de cómo Abraham la hizo su esposa. Recuérdese también que Moisés se casa con la hija del sacerdote cananeo Ra’ u’ el, quien -siempre según la propia narrativa de la Torah- lo acoge en la ciudad de Mediah cuando Moisés llega prófugo de Egipto, hasta que el hebreo decide volver al país de los Faraones.

Se cuenta en la Torah que Abraham y sus tribus llegaron a poner pie en Jerusalén (la cananea Salem, tal y como la ciudad es nombrada en esas páginas), hallando ceremonioso recibimiento de pan y vino por parte de su Rey Melchizedek, quien bendijo a Abraham. Este monarca, atesorador de altas funciones teocráticas, es presentado por la Torah literalmente como “el Sacerdote del Supremísimo Dios” (o sea, de El), mención que por sí nos muestra reminiscencias de la extendida creencia en El, Il, pervivientes hasta en la Torah.

Con el paso del tiempo, los hebreos aprenderían de los cananeos escritura, numeración, idioma (el hebreo, como el fenicio, no es otra cosa que un derivado dialectal del cananeo), aspectos de cultura material como la producción con metales…, y por supuesto el fondo religioso característico de Canaan.
Parece, como mínimo, “poco verosímil” que ese escaso número de seres hubiera podido jamás “forzar” su implantación espacial en medio de un contexto material y guerrero muy superior al suyo propio, y todo indica que “se les dejó estar”. Arraigaron por siglos a lo ancho de un área cifrada por la ciencia arqueológica en 16 km2, llegando con el tiempo a fundar un reino unificado (Judea al sur e Israel al norte) no mucho más extenso durante este periodo de unión política.

Desde luego, la realidad cae aquí muy lejos del “fabuloso” (de fábula) Israel bíblico, descrito en la Torah como extensión desde el Negev al sur y lindando al norte con el llamado “país de los cedros y el incienso” (Líbano) para englobar incluso ciudades como Sidón y Tiro.

No digamos ya si la realidad se compara con la fantasía de “Salomón Rey de Reyes” llegando a dominar y a obtener supeditación desde el Sinaí al oeste y Elam al este hasta Sheva (Sava) al sur, pasando por Asiria. Con este cuento los Jueces escritores de la Torah pretendieron sin duda dar “carta de naturaleza material” al mito de la promisión yahvítica del “Eretz Israel” a Abraham en el monte Sión, dándose a entender que durante un tiempo histórico interrupto la “herencia” había ya empezado ha hacerse realidad.

Secularización pseudo-científica sionista de la ficción testamentaria
El sionismo secular “modernizaría” esta invención a través de la aplicación de su particular pseudo-historia, pseudo-arqueología, pseudo-etnología…, agitándola como bandera ante mentes “no teocéntricas” o escépticas, pues así pretendía poder dar a sus ambiciones territoriales políticas un “fundamento” no necesariamente teológico, sino “histórico” (si es que a tales “escépticos” podían bastarles las ocurrencias escritas de unos rabinos, con todo el respeto para ellos, acompañándolas, eso sí, de todo un aparataje de pseudo-investigación pagado por el Congreso Mundial Sionista).

Para más inri, el diminuto reino atravesó por sucesivas vicisitudes de fragmentación, en cuya relación las desavenencias teológicas jugaron un papel no menor. Los israelitas del norte (samaritanos) valoraban, en no pocos casos, como una farsa el supuesto “arca de la Alianza” supuestamente sita en Jerusalén, mientras otros entre ellos exigían que ésta fuera trasladada a su “legítimo lugar”, Samaria, negándole a Jerusalén ser “el centro de sacralidad”.

Estos septentrionales fueron siempre enemigos declarados e irredentos de la tribu hebrea de Yahuda (nombre masculino en honor de Yah, o JVH) cuyos miembros tenían la hegemonía en el sur. De ahí el nombre de “su” Reino, Judea, y de ahí también su evolución hacia el gentilicio “judío” con que los romanos designarían a los habitantes de ciertas áreas de Palestina, concretamente a los pobladores de la región administrativa de Judea dentro de la Provincia romana de Palestina (dividida administrativamente en Judea, Galilea y Samaria). Ello sin que esa aplicación gentilicia regional significara per se -oh, gran y espeso error, que “ha traído cola” histórica- atribuirle judaísmo de creencia a la persona o al grupo específico.

Ambos grupos de “benei israel” (“hijos” o descendientes de “la familia de El”; o Dios) conocieron más guerra que paz entre sí hasta que David los “liga” en unificación política, convirtiéndose en primer Rey del Reino de Judea e Israel (aunque se le llama “Rey de Israel”), cuyo legado recoge y consolida Salomón (Shlom-o, o “Pacificador”).

Cuenta la Torah que Salomón mandó construir un suntuoso templo en consagración a Jehová. Y en esas páginas mismas se cuenta que el Rey solicitó la labor de orfebres fenicios, quienes eran además duchos en el trabajo de ornamentación con marfil, mármol, madera… Pero lo que la ciencia arqueológica puede decirnos de momento, difiere substancialmente: hay Registro Material de que el famoso templo de Salomón, hoy en el subsuelo bajo los cimientos de la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén, fue consagrado a Moloch y a Baal, divinidades cananeas de las que hemos hablado antes, y cuyo culto y creencia las tribus hebreas habían asumido.

Esta comprobación es todo un mazazo para quienes, ya a partir de la Torah como médula del judaísmo testamentario, establecen poco menos que una equivalencia entre yahvitismo diferenciador e historia “evolutiva” de la teología de los hebreos (y se trata de un mazazo redoblado si se tiene en cuenta que en plena época salomónica la historia hebrea en Canaan estaba ya bastante avanzadita). En cualquier caso, ahí queda el dato.

Por supuesto, hay arqueología y arqueología, y en Palestina, hoy y por lo menos desde la creación del Estado de Israel (1948), hay arqueología para dar y vender, nunca mejor dicho. Palestina aloja en nuestros días por lo menos dos veces más excavaciones, proyectos, prospecciones, investigaciones, actividad en yacimientos…, que cualquiera de los demás “núcleos fuertes” arqueológicos del Planeta (China, Siria, Irak, Irán, Turquía, Asia Central, México, Andes, Indostán, etc.). Ni que decir tiene que la abrumadora mayor parte de esta actividad tiene lugar bajo la promoción del aparato sionista (y a su completo servicio), o del sionismo internacional y/o de su poliédrico “mundo académico” desplegado a lo largo y ancho del Mundo. Ellos “demuestran” todo lo que a priori tengan establecido “hallar” y “probar”.

Una de las “maravillas” provistas por la arqueología sionista (o cripto-sionista, o filo-sionista…) se revela en la “sustentación” del famoso “cautiverio” en Egipto y luego del famoso “éxodo” desde el país de los Faraones, “hechos” de centralidad en la Torah.

Desde luego, los egipcios, en su rivalidad con los hititas por hacerse con la definitiva hegemonía geopolítica, penetraron en Canaan y rebasaron Jerusalén (Ur Shalem, o “ciudad de la paz”, que hubo sido fundada alrededor del 8000 a.C por un pueblo semita remoto, los jebuseos). Los ejércitos faraónicos continuaron hacia el norte y expandiéndose hacia el Este, hasta librar con los hititas la célebre batalla de Qadesh (en torno al 1300 a.C.). Qadesh había sido una ciudad-Reino amorrita que data por lo menos del 4000 a.C.

La contienda tuvo lugar en los rebordes (y algunos investigadores sostienen que también sobre las aguas) de la enigmática e irrepetible laguna verdescente homónima, emplazada en la Siria actual. Hay Registro científico de que los egipcios hicieron prisioneros a su paso por la región, tal vez entre los hebreos tanto como entre otras gentes. Parece ser, por lo demás, que el rapto no fue hecho “a la avalancha”, sino seleccionando determinados elementos, quienes serían puestos luego al servicio del Estado.

Sin embargo, no hay constancia arqueológica (ni paleográfica egipcia ni por parte de ningún otro “grupo protagonista” de la escena, como los mismos hititas) relativa a lo que se dice “cautiverio”, ni a la deportación ni presencia masivas de hebreos en Egipto. Tampoco la hay, por ende, de “éxodo” masivo o “popular” alguno, lo que no es óbice para que al tal Moisés y a otros posibles deportados y colaboradores en la Corte faraónica, se les acabara dando libertad en uno u otro momento.

No cabe duda científica, principalmente, de que los hebreos hechos reos no lo fueron en Canaan, más que nada porque desde que la campaña egipcia se produjera, tendrían aún que transcurrir mínimo tres siglos hasta que los hebreos empezaran a poner pie en Canaan. Esto no obsta para que efectivamente los egipcios hubieran capturado nómadas hebreos asentados transitoriamente en franjas más orientales de “la Siria natural”, o inmersos en sus rutas e itinerarios de apacentamiento.

Desde luego no hay constancia, por otra parte, no ya de la apertura en canal del Mar Rojo por voluntad de Jehová para dar paso a su “Pueblo Elegido”, sino tampoco de la épica “travesía por el desierto” de Egipto. Travesía que, dadas las circunstancias, pudo haber dejado algún tipo de Registro Material en concepto de restos de cuerpos, puesto que algunos de “los hebreos perseguidos” debieron de perecer durante la penosa huida sin apenas agua ni alimentos (por mucho que la generosidad de
Yahvé obrara la providencial lluvia de Maná).

Tampoco la ciencia puede ofrecernos nada en relación a la pernoctación colectiva a la falda del monte Sinaí, donde Moisés habría recibido de Jehová las “Tablas de la Ley” (¿O de EL?; ¿qué pensaban de ello en aquel entonces los antiguos hebreos (o “isra-El”?). Monte Sinaí, o “monte de la Luna”: “Sin” era llamada la luna, y la diosa de la luna indistintamente, por ejemplo por varias comunidades gentilicias de la Mesopotamia meridional; aún hoy los “árabes de las marismas” pescadores de Shat Al-arab y otras zonas próximas, decoran los tejados de sus viviendas -de ancestral procedimiento constructivo- con símbolos semejantes a los símbolos acadio-sumerios relacionados con Sin.
Los Jueces artífices del judaísmo testamentario, y su Torah, valoraron el mítico “acontecimiento” de recepción de esos preceptos, en tanto que salto cualitativo en aquello que estos rabinos habían tomado por relación diferencial entre Jehová y su grupo selecto de mortales diferenciales (Yahvé, dios de israel, daba a sus favoritos los preceptos escritos para que ELLOS los cumplieran y se prepararan así, a ojos del “Justo Censor”, hacia ver consumado su Destino de Supremacía). Con ello no estoy afirmando, ni muchísimo menos, que las gentes hebreas durante el extenso arco histórico pre-judaico-supremacista interpretaran así ese mito suyo.

En lo que a este punto último atañe, la ciencia, que no ha hallado tablas pétreas sino códices jurídicos escritos de la mano del hombre durante el periodo demarcado en una de las cinco secciones de la Torah (“Reyes”), vincula contenidos legales y normativos con el legado que, en unos y otros lugares, el Código de Hamurabi había sembrado.

Aunque, véase al menos una cualitativa diferencia: si bien el Emperador babilonio -de Dinastía amorrita “sirio-occidental” que fuera conquistadora de gran parte de Mesopotamia (de ahí el nombre Hamurabi referido a gentilicio)-, había escrito: buen trato con los semejantes, en cambio los “benei israel”, desde la labranza de su exclusivismo característico, escribieron “Amarás a tu pueblo como a ti mismo” (y NO “a tu prójimo” en abstracto y tout court, tergiversación cristiana posterior de esa ley mosaica).

Dicho esto, de ningún modo la generalidad de las gentes hebreas acogió ni interiorizó el sistema de ritos y creencias desarrollado ya en el ocaso del siglo IV a.C. por los Rabinos (auto)devenidos Jueces a la sombra del Imperio neo-babilónico, y cuya teología esos Jueces exportarían a Palestina apadrinados por los invasores persas de Babilonia, con quienes habían entablado alianza.

Sirvan de ejemplo los citados samaritanos, yahvíticos pero en modo alguno judíos por ideología/religión (ni siquiera lo eran todavía en tiempos de Jesucristo), y contra quienes los “exiliados” se emplean con crueldad cuando entre los siglos II y I a.C. toman Canaan “a sangre y fuego” (son palabras textuales de la propia Torah al narrar la campaña de Josué, quien con su trompeta asola los muros de Jericó). De hecho, el tendencioso “retrato” que de los samaritanos hace la Torah es marcadamente “negativo”.

Análogamente, y dando un paso más en nuestra línea de razonamiento, resulta obvio a su vez que de ningún modo los judíos en su generalidad abrazaran el Talmud; ese “Oscuro Compendio del Supremacismo” escrito en arameo ya durante el siglo I d.C.

Así mismo, he ido hilvanando y formulando este texto que ahora sigue, desde el respeto también por el judaísmo ortodoxo NO-talmúdico, anti-sionista y denunciador del Estado de Israel como asesino dispositivo creado por una Gran Mafia mundial (veladamente antisemita y falazmente auto-atributiva de ser “heredera” de la antigüedad hebrea) en pro de consumar sus particulares fines hegemonizadores y de sometimiento humano.

Tamer Sarki Fernández

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